Nada en su apariencia traslucía, a primera vista, su personalidad. Sin embargo, quienes mejor la conocían en el orfanato de Plaka, como la profesora Ángela Papadakis, asociaban ciertos rasgos físicos a las virtudes y capacidades intelectuales que hacían de Sofía una niña especial.
Ángela Papadakis, cuando explicaba a sus alumnas la historia de Grecia leía en los ojos grandes y despiertos de Sofía una curiosidad, una sed de conocimiento y una predisposición al aprendizaje innatas. Sofía siempre llevaba el pelo retirado de la cara con una diadema, para que el flequillo no le cayera sobre la frente entorpeciendo la visión de esos ojos grandes y oscuros que abría de par en par para observar con atención las ilustraciones de los libros. Sofía, con frecuencia, dirigía esos ojos a Ángela, quien, tras contemplar la mirada firme y directa de la niña supo un caluroso día de primavera lo que venía a continuación: “Profe, esto está mal”.
“Hoy no puede estarlo, Sofía. Esta lección ha sido escrita por uno de los mejores catedráticos griegos de geografía”, respondió Ángela. Y se dispuso a pasar la siguiente página del libro. Pero cuando la profesora estudió con atención el rostro infantil, tuvo sus dudas. Y es que, tras unas cejas bien definidas y una recta y prominente nariz leyó no solo perseverancia y determinación, sino una confianza y seguridad impropias de una niña de ocho años. Aun así, Ángela, en esta ocasión no estaba dispuesta a escucharla y mucho menos a darle la razón. El catedrático de geografía era toda una eminencia. Por tanto, la profesora pasó a la siguiente lección, no sin antes observar de nuevo, por el rabillo del ojo, el rostro de Sofía, constatando en los pómulos marcados y la firmeza del mentón de la niña la valentía suficiente para volver a contradecirla.
“Que sí, profesora, que esto está mal”, insistió Sofía. “Hay más de seis mil islas griegas, por eso a lo mejor al catedrático se le olvidó contarlas todas. En su clasificación de los archipiélagos no aparecen las Cícladas”.
“¿Cómo sabes eso?”, preguntó Ángela contrariada.
“Lo he estudiado en otros libros de texto. Porque cuando sea mayor buscaré en las Cícladas la suprema sabiduría.
Ángela, una vez más, leyó el rostro infantil y supo que no mentía.
Diez años después, apenas unos días antes de que Sofía cumpliera la mayoría de edad y abandonara el orfanato, la sociedad ateniense colapsó. El colapso había estado fraguándose en el último lustro, con el progresivo deterioro de la democracia. Caos, oscuridad, pobreza, marginalidad. Nadie se explicaba cómo habían llegado a esa situación en tan corto periodo de tiempo, y nadie sabía tampoco cómo salir de ella y reconvertir a Atenas en la ciudad luminosa y próspera que había sido. Entonces todas las miradas del orfanato se posaron en Sofía. Y ella respondió con la famosa frase de Sócrates “Solo sé que no sé nada”, y salió en busca de la sabiduría oculta en alguna de esas remotas islas que forman un círculo en torno a la sagrada Delos: las Cícladas.
Sin un plan predefinido, sin saber exactamente por dónde empezar a buscar, el viaje era todo un desafío. Antes de partir decidió buscar en la Acrópolis su inspiración.
Salió del orfanato con una mochila ligera, a principios de verano, y anduvo por las calles de inexistentes aceras esquivando a los gatos callejeros y tratando de evitar un atropello.
Limpiándose el sudor de la frente con el dorso de la mano, entraba a cada poco en un bar para tomar un vaso de agua, hasta que llegó a la estación de metro. El vagón al que subió iba lleno hasta los topes de abanicos, por lo que resistió el calor robándole el aire a los demás.
Una vez en la Acrópolis, contempló con hastío a las decenas de Youtubers que, vestidas de diosas griegas, profanaban el patrimonio con sus tacones y sus bolsos y pertenencias que depositaban, antes de hacerse la foto, sobre piedras milenarias.
Sobre lo alto de la colina sagrada Sofía dio sobre sí misma un giro de trescientos sesenta grados, para contemplar la decadencia de cada uno de los barrios de Atenas. Y a la hora crepuscular se acercó hasta la tumba del rey Cécrope, custodiada por las doncellas de Erecteion. Allí tuvo su momento de inspiración divina. Y supo hacia dónde dirigirse a continuación.
Sofía inició la búsqueda de la sabiduría en las laberínticas calles de Mykonos, donde vio, al borde del mar, las sombras de los barcos tapar el sol del atardecer. Después visitó el templo de Apolo en Naxos, la ciudad de Naoussa en Paros, la caldera de Santorini con sus casas blancas e iglesias de cúpulas azules y concluyó su viaje en la isla sagrada de Delfos.
“Solo sé que no sé nada”, repitió Sofía cuando regresó al orfanato. “La sabiduría suprema es imposible de alcanzar. Pero en mi viaje he aprendido de las huellas de la Historia”.
Sofía explicó que con la instauración de la democracia en la Antigua Atenas el poder ya no podía conquistarse por la fuerza sino a través de la palabra. Y puesto que la ambición y el deseo de poder y de conquista son inherentes a la condición humana, la democracia estaba condenada desde el mismo momento en que nació. Pues en la Antigua Atenas enseguida surgieron maestros y oradores itinerantes que a cambio de un buen puñado de monedas mostraron a los jóvenes atenienses una nueva arma: el arte de la retórica.
Les enseñaron a defender argumentos con elocuencia, argumentos que no tenían necesariamente que sustentarse en la verdad o en valores éticos o morales. La intelectualidad, la honestidad y el moralismo pasaron a un segundo plano. Lo importante era el resultado: ganar a toda costa las elecciones. La palabra se usó como instrumento de manipulación, dominio y control, y no como el camino para llegar a la verdad. La democracia se pervirtió cuando la verdad pasó de ser algo que se descubre a algo que se inventa según espurios intereses.
“Entiendo que la solución está en promover el deseo de descubrir la verdad”, dijo la profesora Papadakis “Pero… ¿cómo lo hacemos?”, preguntó a continuación.
“Me temo que la respuesta a esa pregunta requiere viajar esta vez al interior del alma humana”, respondió Sofía.
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