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Sobre ética y ciencia

Hasta hace muy poco se ha creído que la ética era un fruto exclusivo de la religión y de la filosofía, y que la ciencia quedaría al margen, ya que el método científico, volcado en el estudio de la naturaleza y sus leyes, solo podía ofrecernos resultados prácticos desarrollados a través de la técnica. Pero ha llegado el tiempo en el cual el estudio del cerebro, desarrollado por la actual neurociencia, reclama para sí también este privilegio de proporcionar a la humanidad principios éticos como antes lo hacían la filosofía y la religión, dando lugar a lo que se llama neuroética, neologismo acuñado en el congreso de San Francisco en el año 2002, donde se diseñaron las bases de esta rama de la neurociencia. El campo de investigación así abierto pretende encontrar las fuentes de la ética en el cerebro, como un día Stevenson halló las del río Nilo en el lago Victoria. De lograrse esto, la ciencia ocuparía un nicho reservado hasta ahora a las humanidades. Lo que me gustaría dilucidar en este artículo es si la ciencia estaría aún a tiempo de rellenar, y por ende salvar, el peligroso y ancho abismo que separa el actual desarrollo tecnológico del aún balbuciente y limitado desarrollo de nuestra conciencia, pues en ello estriba la futura supervivencia de la humanidad. La bioética ya está haciendo un loable y titánico esfuerzo en dotar de principios éticos las actividades científica, política, económica y productiva, de modo que nuestro desarrollo tecnológico no aboque a un desastre planetario debido a un uso imprudente de los poderosos recursos materiales que están en nuestro poder; pensemos por un instante en lo que un líder psicópata y sin conciencia social ni moral puede hacer con los actuales recursos genéticos, atómicos, biológicos e informáticos, los cuales están libremente disponibles. Por eso la bioética y ahora la neuroética tratan de dotar de esos recursos éticos a la humanidad desde un lugar científico y no ideológico, de manera que ningún fanático religioso o político pueda justificar sus métodos y fines con algún fundamento puramente metafísico o mental que no tenga el correspondiente eco en la estructura del cerebro. Pero yo me pregunto lo siguiente: ¿qué lugar se deja en este marco de investigación para la espiritualidad? Porque parece ser que solamente neurólogos y filósofos tienen la patente del debate; en concreto, se puede apreciar que se trata de un problema tratado exclusivamente dentro del círculo naranja de la Espiral Dinámica, es decir, desde un plano puramente mental y científico. Pero ¿acaso el bagaje de conocimiento acumulado durante miles de años por las distintas tradiciones místicas de la humanidad no tiene valor a la hora de aportar algo en este debate? ¿Es que no es un conocimiento fruto de la experiencia, en este caso, interior? ¿Qué hay de la sabiduría milenaria, compartida por todas las tradiciones místicas, a la hora de sembrar un discurso moral universal? Creo que en este sentido, la neuroética y la bioética tienen un ángulo ciego, y que si la investigación que pretenden desarrollar trata de ser multidisciplinar deberían integrar la experiencia espiritual y profunda del ser humano como fuente de valores de convivencia y sobre todo de amor, palabra que dudo usen los científicos y filósofos en sus especulaciones. Pero es que esta investigación deja de lado un problema que, desde mi punto de vista, es fundamental y axial: el problema de la conciencia. Mientras no resolvamos el posicionamiento metafísico que hace de la conciencia un subproducto de los procesos fisioquímicos del cerebro y le otorguemos carta de libertad, toda investigación seguirá atascada en el materialismo reduccionista, y la ética concomitante seguirá siendo un producto cerebral humano y por lo tanto superficial y sin arraigo en el alma y corazón humanos. Sin embargo, tengo mis esperanzas; aunque esto formará ya parte de otro artículo.



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