Hubo un tiempo en que la distancia,
corta y casi invisible,
nos acercaba al abrir los labios.
En aquella época,
la distancia merodeaba
casi aislada entre los brazos;
en aquella época,
era más sencillo decir «hola»
al tocarnos con los dedos.
La infancia pasó:
los exploradores crecieron,
los brazos ya no aislaban la distancia
(estaban más lejos);
las zonas exploradas,
con tacto y a escondidas,
se convirtieron en zonas restringidas
(el recuerdo las quería para él).
Así, pasaron los años.
La distancia impedía el choque,
intencional y despreocupado,
de aquellos labios;
decir «hola» ya no era posible
con el roce de los dedos…
Así pasó el tiempo:
la distancia nos hizo extraños.
Somos adultos:
el tiempo ha pasado,
los exploradores que corrían
juntos, de la mano, van andando;
los labios que reaccionaban al chocar,
ahora pronuncian el recuerdo
invocando la aparición de aquellos años.
Somos adultos:
la distancia ha vuelto corta,
invisible, acercándonos
abriendo los labios.
Ahora somos adultos
y la distancia vaga, aislada,
encerrada entre los brazos.
Ahora somos adultos
y decir «hola» es más fácil:
ahora puedo rozarte, tocándote,
mientras la mirada de recuerdos,
infantiles, envuelve la suavidad
pasando de labio a labio.
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