Antiguamente eran los dueños de la tierra, los terratenientes, quienes tenían el poder y ejercían el control y la fuerza sobre la población por encima, incluso del poder del rey. La tierra era la fuente de la riqueza y quienes la poseían tenían pleno dominio de ella y de sus trabajadores, a los que trataban según su voluntad; eran dueños de vidas y haciendas, y ningún poder, ni la iglesia ni la justicia, se atrevió jamás a poner límites a sus desmanes. Actualmente el panorama es similar, salvo que los nuevos dueños y señores son aquellos que poseen la llave de nuestra riqueza, esto es, compañías eléctricas, gas y carburantes. Si ellos tosen nosotros, los ciudadanos, nos acatarramos; si ellos quieren engordar nosotros nos tenemos que poner a régimen. Ellos poseen, en este momento, la llave del progreso económico de cualquier nación, haciéndonos así dependientes. Como sucedió en el medievo, pueden echar un pulso a cualquier gobierno y nadie les puede detener. Las multinacionales de la energía detentan el poder y los gobiernos apenas si se atreven a poner límites a sus felonías, por ejemplo vaciar los pantanos para encarecer el precio de la luz. Solamente hubo un líder, eso sí, autoritario, que se atrevió a tajar esta situación en su país, Hugo Chávez, quien defenestró a la compañía Repsol de Venezuela.
Los nuevos terratenientes se justifican en las leyes económicas del capitalismo para mover los precios, siempre, cómo no, al alza. Son los nuevos amos, los nuevos señores, y en sus manos está nuestro desarrollo o ruina económica, ya que cualquier gran o pequeña inversión está lastrada por el precio de la energía que se ha de consumir. Pensemos simplemente en el consumo eléctrico de las cámaras frigoríficas de un restaurante, o en el de carburante de un humilde transportista.
Y lo peor de todo es que no les importa porque, sencillamente, no les importamos.
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