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La moneda de Tina

Cuando Ágata leyó en la revista especializada, un artículo sobre la historia de su barrio, Villaverde, recordó de inmediato a Tina, la bisabuela que, se contaba en la familia, descubrió una moneda romana, del siglo IV después de Cristo, yendo a lavar ropa de chica, con su madre, a orillas del Manzanares. Tina, según le habían contado, era una chiquilla alegre y pizpireta, que pasaba el día en la mansión de la finca que Alberto Palacios tenía a partir del casco viejo del pueblo, en las afueras. Su madre, sirvienta también desde niña, se encargaba de la cocina, con otras dos muchachas y de lavar la ropa de la casona. La escasez de agua en Villaverde, a finales del siglo XIX, dos fuentes solo permitidas para beber, obligaba a un esfuerzo grande, de trasladarse al río a lavar, y hacer innumerables pozos, para obtener tan preciado y necesario bien. Tina, con pocos años, cargaba baldes pesados, con la ropa sucia y la limpia, acompañando a su madre. De camino al Manzanares por la Vereda de Los Rosales, atravesaban calles de tierra y barro, huertas, y campo raso, viendo las columnas de humo de las fábricas de tejas y ladrillos, en las que Villaverde se especializó en este siglo, teniendo una producción considerable que abastecía a Madrid. Ya cerca de la ribera del río, su madre contaba a Tina, historias de esa zona, que había visto en grabados, de un libro que Don Alberto tenía en el despacho. En su ignorancia sobre letras, se había detenido en la imagen de las ruinas de una hacienda antigua. Luego supo que era romana, porque se atrevió a preguntarle al dueño un día de domingo. A Tina, no obstante y a pesar del peso y lo cansado del trayecto, le gustaban los viajes al río. Los prefería al lavadero del pueblo, con la poca agua del arroyo Butarque, que era lugar de chismorreo de vecinas, que la besuqueaban los rollizos mofletes, en el que había que pagar por colada, veinticinco céntimos, todo un lujo, para aquella época.

Sentía más libertad en la ribera y los cuentos de su madre siempre la hacían soñar y despertaban su admiración, por la imaginación de su progenitora, que aunque iletrada, sentía una innata curiosidad por todo.

Fue a finales de la primavera, del año 1902, cuando de regreso de una sesión de lavandería fluvial, Tina se separó de su madre, canturreando la canción que las niñas de ese tiempo daban en tararear al jugar a la rayuela. El sol de junio, caía a plomo, en torno a la una del mediodía. Tina observó un destello fuerte, entre la hierba aún verde, y como era de natural un poco urraca, (en los bolsillos del delantal, atesoraba clavos, piedrecitas de granito con parte de mica brillante y otros tesoros), no pudo resistir la tentación, y a pesar de la canasta de ropa húmeda, limpia ya, con sudor y esfuerzo y de las llamadas de su madre, se agachó a recuperar ese objeto con brillo. Allí, semienterrada, una moneda roída, parduzca, pero con un anverso y un reverso decorados con una forma esculpida y un torso. Enseguida supo que la moneda era importante y no de su tiempo. Se la guardó en el bolsillo del delantal, junto a sus otras posesiones y con los dedos de tierra, recuperó la canasta y acudió rápida al lado de su madre, que ya endurecía el rostro sofocado, por la desobediencia de Tina y su manía de rapiñar todo lo brillante.

Pasaron los días y la niña no desveló a nadie su hallazgo, que guardó como oro en paño, en una pequeña y desvencijada cajita que pudo conseguir, cuando la dueña de la casa la desechó porque fallaba el cierre. Era una caja rectangular de peltre, forrada en su interior con terciopelo rojo, y en la tapa un grabado original que representaba dos palomas enfrentadas uniendo sus picos. A Tina, cuando la vio en el cubo de los desperdicios de cocina, le pareció un tesoro romántico y un sacrilegio que la hubiesen desechado así.

Al casarse, quince años después, o más bien fue casada con un primo de Leganés, aguador que pasaba habitualmente por su calle y el resto de calles del pueblo, que a ella en principio, ni le iba ni le venía, pero a sus padres sí, llevó como todo ajuar, el camisón de dormir, un par de ollas, la silla de enea, regalo de su padrino y la caja con el tesoro, moneda romana, que ha perdurado en la familia hasta la actualidad.

Descubrir que los motivos de esa antigua moneda, coincidían con las ilustraciones en el artículo de la revista, editada mensualmente, sobre descubrimientos históricos de la ciudad de Madrid y provincia, le supuso un terremoto en su conciencia. Ágata, (nombre que le fue puesto por la plaza así llamada, núcleo central del pueblo de Villaverde, antes denominada de Isabel II, que se encontraba en el paraje llamado de la Cigüeña), más de un siglo después de la bisabuela Tina, comprendió que era un bien cultural y social, perteneciente al acerbo histórico y por tanto patrimonio de todos los habitantes de Villaverde y por ende de Madrid, y decidió, con dolor de su corazón, al tratarse de un recuerdo familiar, llevarlo al museo de San Isidro, (no hay mejor Patrón), para su estudio, datación y exposición al público. Ágata, que afortunadamente poseía una cultura de la que no pudo disfrutar su bisabuela ni varias generaciones de su familia, también tenía conciencia social, que seguramente viene en el mismo paquete que el conocimiento y el saber. Fue profesora de Historia y Arte en el Instituto de Villaverde.

Por cierto, la moneda resultó ser un denario de plata anterior al 337 después de Cristo, con un busto del emperador Constantino, mirando hacia arriba y diademado, por una cara y por la otra, la Victoria portado en sus manos una palmera y una rama de laurel.

También con una inscripción rodeando a la Victoria con caracteres en mayúscula, de la leyenda: CONSTAN-TINUS AUG ustus.


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