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La resurrección de Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán fue un espíritu ávido de sabiduría, una mente abierta al conocimiento y al disfrute de la vida. Y, a pesar de ser una mujer del siglo XIX, vivió como quiso y escribió lo que le salió del corazón. Se separó discretamente de su marido, fumó, se emborrachó con los amigos y tuvo varios amantes. Reivindicó el derecho de la mujer a la educación y al trabajo, denunció la violencia de género y luchó con igual ahínco por su título de condesa que por un asiento en la Real Academia. Sedujo y se dejó seducir hasta caer en las garras de una pasión amorosa que condicionó su literatura. Sus relaciones con Benito Pérez Galdós, José Lázaro Galdiano y Blasco Ibáñez la embarcaron en la búsqueda de un amor ideal que nunca experimentó. Hoy resucito a esta ilustre escritora para asistir a una conversación con un joven de nuestro tiempo.



Es doce de mayo de dos mil veintiuno, estoy sentado en un banco de la calle Princesa cuando una figura negra se me acerca. «Una actriz contratada para la celebración del centenario de Emilia Pardo Bazán», pienso.


―Buenos días, rapaz―me saluda―. ¿Puede decirme si esa estatua de ahí soy… quiero decir, ¿es la condesa de Pardo Bazán?


―Sí señora, es una estatua póstuma. Tiene usted además una cita célebre en el barrio de las Letras. Lo que no tiene, eso sí, es un muñeco en el museo de cera―le sigo la corriente.


―Pues poca cosa, la verdad, para haber sido primera socia del Ateneo de Madrid, catedrática de la Facultad de Letras de la Universidad, consejera de Instrucción Pública y presidenta honorífica de la Real Academia Gallega. Al menos me ha reconocido usted a la primera. Pero entonces… ¿he muerto?


―Me temo que hoy es el centenario de su fallecimiento―prosigo la farsa.

―¡Señor Dios de los Ejércitos! ¡Esto es cosa tuya!―exclama mirando al cielo.


―Será más bien cosa de la ciencia―replico yo.


―No me miente usted la ciencia, ni me suelte ningún disparate, que ya tuve bastante con Darwin y su absurda teoría de que el hombre desciende del mono―dice examinándome con desconfianza―.Necesito averiguar qué ha pasado.


―Lo que necesita usted, de momento, es una mascarilla. ¿No ve que se acerca ya un policía? Tenga, tenga…―le coloco con mimo una de color amarillo que chirría con el negro de un vestido que le llega hasta los pies y contrasta con el dorado de sus impertinentes.


―¿Pero qué es esto?―protesta con recelo.


―Una mala noticia. Estamos en pandemia.


―¿¿¿Todavía????


―No, esta es nueva, made in China, para más señas.―¡Dios de bondad ―retrocede asustada. Y se me hace la luz: esa viejecilla recortadita y rechoncha, con el moño altivo y estola de piel, es la auténtica y genuina Doña Emilia Pardo Bazán. Así que decido aprovechar la oportunidad para conocerla. La tomo del brazo y nos encaminamos hacia los restaurantes de la Plaza Mayor. A nuestro paso, decenas de móviles inmortalizan a la condesa.


―¿Pero qué hace el vulgo?―me pregunta con curiosidad.


―Retratarla.


―¿Con ese artilugio?


―Sí. Es un teléfono con cámara fotográfica.


―¡Qué asombroso cachivache!―exclama complacida ante tanta admiración, sin sospechar que el interés de aquellas personas tiene más relación con el exotismo de su apariencia y la obsesión con Instagram que por su talento literario, el cual probablemente desconocen.


―Vaya, Doña Emilia, veo que el invento le agrada. Yo pensaba que a usted el progreso le resultaba amenazador.

―Bueno, es cierto que vi antinatural y con recelo el creciente confort de los aldeanos de mi época. No entendía cómo iban a pagar todas aquellas mejoras en su higiene, su indumentaria, sus viviendas... Sentí crujir las bases de la sociedad en una fractura que, además, habíamos iniciado las clases acomodadas. Sinceramente, creí que les hacíamos un flaco favor.


―Entonces… es cierto lo que he leído en algunos libros―comento pensativo―. Que es usted una elitista, una hidalga con ínfulas de noble que cree que ser pobre está determinado por la biología (llegó a decir de Rousseau que había nacido «plebeyo» y que cometió el sacrilegio de no aceptar su condición); una condesa de título y no de sangre, que daba limosna y educaba a sus criadas, atribuyéndose el papel de civilizadora de la clase humilde; una católica exacerbada (aunque disfrutara infringiendo el sexto mandamiento) que justificó la Inquisición ante Víctor Hugo (quién sabe si solo por defender ante los franceses toda institución española); y una entusiasta patriota que llegó, en ocasiones, opinando como la mayoría de las personas de su clase, a restar importancia al racismo y al antisemitismo. «Vaya V. a llorar por unos cuantos judíos achicharrados en el siglo XVI!», le escribió a su amigo Luis Vidart en una carta. «Creemos en la superioridad absoluta de la raza indoeuropea, noble y preclara, capaz de las más altas y profundas concepciones a que puede arribar mente humana», manifestó en su obra La revolución y la novela en Rusia.


―Venga, venga no exagere, y no se sulfure, que se le está hinchando la carótida y no es para tanto. Si además yo cambio fácilmente de opinión y sé reconocer cuándo me equivoco. De todos modos, ¿no será usted un exaltado, un zanguango, un anarquista de esos que pierde la fe en cuanto tiene un golpe de suerte y le llueven los dineros?

No respondo, pero la fulmino con la mirada. Nunca antes había experimentado yo tantos deseos de estrangular a nadie. No me extraña que Zorrilla la llamase no ya la «inevitable», sino la «inaguantable». Y es que Emilia fue una mujer de grandes contradicciones, debido a la imposibilidad de conciliar su deseo de pertenecer a la nobleza (con privilegios y valores tradicionales) con sus ansias de feminismo y libertad.


―No se enfade usted, eh, no me haga la del humo y me deje aquí plantada. Que quizá tenga algo de razón, y de ahí venga el poco afecto que me profesaban Rosalía de Castro (su marido me odiaba) y Concepción Arenal. Menos mal que conté con la amistad de Blanca de los Ríos, con la que compartí, por cierto, el interés por la figura de «Don Juan».

Al final me calmé. La condesa poseía, después de todo, una apertura de miras inusual para su condición y su tiempo. Como decía Pavlovski, Doña Emilia era «una mujer buena y audaz que no deseaba mal a nadie».

Sentados a la mesa de un bar castizo, pedimos, por insistencia de la condesa, algo extravagante: champagne y chuletas. Apenas diez minutos después, más divertida que un sainete, inicia una interminable disertación.


―Vera usted, en la España de entonces no era útil hablar de derechos ni adelantos fe-meninos, despertaba más interés saber cómo se preparaba el escabeche de perdices. Ahí no había sufragistas, ¿sabe usted? Y sin embargo ahora ¡la mujer lleva pantalones!―exclama entusiasmada―. Hace un siglo no podía decir ni la vigésima parte de lo que pensaba de mi sexo en la sociedad y ante la ley. Pues ahora me voy a despachar a gusto: soy una radical feminista; creo que todos los derechos que tiene el hombre, debe tenerlos la mujer…

El camarero se acerca con la prensa, que Doña Emilia, hambrienta de noticias, le había solicitado.


―¡Cómo está el panorama!―dice al cabo de un rato―.La política ha cambiado poco o nada.


―¿Por qué lo dice?―pregunto con curiosidad.


―Porque seguimos con las dos Españas, y con los mismos tejemanejes y la misma mezquina cuchipanda de egoísmos, codicias y ambiciones.


―Hombre condesa, algo habremos avanzado. Ilústreme, ¿usted en qué bando militaría?


―Pues mire, yo he ido dando bandazos desde mi juventud, fui liberal por influencia de mi padre y luego carlista cuando me casé. Llegué incluso a viajar a Londres con mi marido para comprar armas con el oro que oculté en mi sostén. Pero ahora no elegiría ni el bando de los liberales ni el de los conservadores, sino un justo medio entre estos dos polos imposibles de reconciliar.


―¿Y en cuanto a la forma de gobierno?


―Las formas de gobierno no tienen tanta importancia para mí como los estados de cultura. Si viera una república presidida por una mujer sería partidaria de la misma.


―Una república, ¿usted? ¿No se habrá dejado influir por su amante republicano


―¿Pero sabe lo de Galdós?


―Se han publicado las cartas amorosas que usted le escribió.

La condesa se ruborizó.


―No se apure, el deseo de Galdós de comerle los pechos es hoy en día un erotismo tibio.

―Pues no fue tibio el amor que yo sentí por él.

―No debió serlo, porque la pasión por Benito Pérez Galdós puso en jaque su enconado catolicismo.

―Así fue, pero ¡qué desengaño con Benito! Yo quería una relación entre iguales, basado no solo en el amor, sino también en el intelecto y la mutua admiración. En cambio él prefería una mujer que se ajustara más a los estereotipos del momento sobre la dama decente, la madre cristiana, «el ángel del hogar» o la amante inferior dependiente y entregada. Vamos, que yo tenía que serle fiel y consentirle a él sus otras relaciones y aventuras. ¡Qué mal encajó mi infidelidad con José Lázaro Galdiano!

―Sin embargo, fue precisamente a raíz de ese desliz cuando más se encaprichó de usted.

―Sí, después de confesarle mi aventura fue cuando declaró que me amaba, porque hasta entonces… sexo y poco más. Me acosté con Galdiano por abandono y por despecho, pero cuando Benito expresó lo mucho que me quería juré serle fiel.

―A mí me impresionan las cosas que usted le escribió: «Yo me acuesto contigo y me acostaré siempre […] porque tienes la gracia del mundo y me gustas más que ningún libro».

―Fíjese si le quise, que le regalé el manuscrito de una de mis obras de teatro, El sacrificio, para que me perdonase el desliz con Lázaro. Benito la estrenó con el nombre de La casa de la loca. ¡Y tuvo buena acogida entre el público, qué ironía! Porque todas aquellas obras teatrales que presenté con mi nombre fracasaron. Sin embargo, todas las de Benito se «aceptaron», aunque ambos innovásemos en el modo de escribir teatro y hablásemos de los mismos temas.

―Y a pesar de todos sus esfuerzos no fue usted correspondida por tan ilustre varón.

―No. Después de aquel viaje por Europa, en el que vivimos como un matrimonio, Benito comenzó a alejarse de mí.

―Hasta el punto de tener una hija con Lorenza Cobián.

―Ay, hijo sí, tuvo una niña con la Peluda. Así que, yo, que aspiraba a una relación a lo Harried Taylor y Stuart Mill, me quedé con las ganas. Lo suyo sí que fue un matrimonio, con todas las letras.

―Bueno, Doña Emilia, quizá buscar el amor ideal sea una Quimera. Así que mejor de Blasco Ibáñez ni hablamos.

―Mejor, mejor… Pero, volviendo a Galdós… ¿Puede usted creer que, a pesar de todo, mantuvimos la relación de amistad hasta el final? Después de las cartas de amor nos pasamos a otro tipo de correspondencia. Nos comunicábamos a través de nuestras obras, expresábamos a través de ellas lo que sentíamos el uno por el otro y cómo creíamos que debía ser la relación amorosa entre hombre y mujer. Tiene usted como ejemplos mi novela Insolación, Morriña y Memorias de un solterón, y por parte de Benito La incógnita y Realidad; asimismo «discutíamos» sobre el papel de la mujer en la sociedad. Teníamos una visión diferente, la suya era patriarcal, y cuando se atrevía a reivindicar la libertad de la mujer, esta no llegaba por ejemplo hasta la emancipación económica, algo fundamental para mí. Por tanto, yo le replicaba. Escribí una crítica de Tristana y la obra de teatro Cuesta abajo en contraposición a El abuelo.

―O sea, que fueron ustedes como el dúo Pimpinela―digo en voz baja.

―¿Decía usted algo?―pregunta la condesa.

―Nada, nada, que quizá sea hora de ir buscando un jesuita que nos desvele el misterio de su resurrección.

―¿Podríamos antes pasarnos por la peluquería? Es que tengo el capricho de ser rubia, como me pintó Vaamonde. Y ya conoce usted el dicho: ¡Solo se muere una vez!







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