En Málaga, en pleno corazón de la Axarquía, desde las sinuosas curvas de la carretera, pasado Periana, se divisa un pueblo a lo lejos. Colgado en la sierra, suspendido en el horizonte, parece un nido de palomas blancas asentado en la rama de un árbol, tal es el resplandor de sus casas encaladas, que brillan como diamantes en el cielo añil despejado.
Comares es una atalaya natural, enclavada a más de 700 metros de altitud. Comares sabe a aceite, a almendras, a uvas pasas y a vino; huele a flores, y a mar en la lejanía; y suena al trino amable de pájaros altivos.
El trazado serpenteante de sus estrechas callejuelas habla de su legado morisco. Las fachadas de las casas lucen los nombres de sus dueños, y en muchos rincones los tradicionales azulejos narran la historia de sus habitantes. En el suelo empedrado, baldosas con el dibujo impreso de huellas árabes de cerámica nos indican el camino. Siguiéndolas llegamos al cementerio, enclavado en el antiguo castillo de la villa. Las espectaculares vistas allí invitan a quedarse, y a explorar, haciendo senderismo, el monte; o ¿por qué no? a colgarse de la tirolina más larga de España. Y como colofón a la aventura, su rica gastronomía: chivo, gazpachuelo, ajocolorao, ajoblanco, sopa de tomate o pimiento y de puchero. Y con los últimos destellos del sol, cuando el atardecer despliega su cálida y suave luz sobre los montes, empieza la fiesta con la Panda de los Verdiales, la alegre música del folclore.
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